Por Fabrizio Zotta
“Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?”
“Límites”, El otro, el mismo, 1964.
I.
El 14 de junio, mañana, se cumplirán 30 años de la muerte de Jorge Luis Borges. Habrá notas sobre su vida –y algunas menos sobre su obra- en todos lados. Es que el periodismo ha reducido, últimamente, al escritor a un conjunto de anécdotas simpáticas sobre sus chistes, sus costumbres modestas, su ironía con quienes lo abordaban con alguna pregunta improvisada, su timidez, y un sinfín de detalles algo menores; pero salvo en foros especializados, la atención ya no está puesta en su obra. Por eso, Las cosas que digo de junio estarán dedicadas a Borges, pero no para contar que no le gustaba el futbol, o que pasó su noche de bodas en la casa de su madre, sino para homenaje de lo que hizo, y no de quién era.
II.
El tiempo es un problema. Pero no solamente porque pasa y envejecemos, sino por lo que implica en el orden general del universo. Es el tiempo quien fija los límites de cualquier experiencia, no sólo su extensión, sino también su intensidad. El tiempo es sucesión de estados de la materia, y transcurre irremediablemente hacia un punto. En esa sucesión ocurre todo lo que ocurre, hasta su predecible final, que muchos llaman desenlace o, simplemente, muerte.
La literatura de Borges aborda el problema del tiempo de innumerables formas. Fundamentalmente para poner en crisis la noción que describimos en el párrafo anterior, y cuestionar así el orden realista del universo. En otras palabras, si logramos alterar la perspectiva del tiempo, la experiencia humana en el mundo cambia completamente, pues puede liberarse de su mayor verdugo, o al menos distraerlo por un rato. El tema del tiempo, pues, es el tema de los límites. El punto final, y después.
En la obra de Borges encontramos la cuestión de los límites en sus cuentos, en sus poemas, y también en su narración más extensa, algo así como una nouvelle o cuento largo, El Congreso (“El libro de arena”, 1975) Es, también, uno de los propósitos de su estilo: en la elaboración de su proyecto literario se desarrolla la idea del texto infinito, una superposición de citas de citas, escritores que redefinen la palabra de otros autores, generando ficción dentro de la ficción, y que le sirven a Borges para violar los límites de la palabra, que pierde una de sus propiedades que más la encarcela: el autor.
El libro, como objeto de adoración de la literatura borgeana, no representa una obra, una palabra sujeta a un discurso de autoridad, sino que es “una extensión perdurable de la imaginación y de la memoria, es decir, de todo el pasado.” Por lo tanto, la labor de quien escribe es modificar el pasado y el futuro, confundirlos, romper su antagonismo, estirar el límite.
Pero Borges tiene un problema: la sustancia con la cual trabaja. El lenguaje, por definición, es sucesivo, ocurre en el tiempo. Una palabra después de la otra. Pensar, hablar, escribir, leer, son estados por los que transita quien usa el lenguaje, y eso lleva tiempo. Podríamos decir, entonces, que en la herramienta principal del escritor está el fracaso de su proyecto literario: sí, pero no tanto.
En uno de sus cuentos más celebrados, El Aleph (El Aleph, 1949), pone a prueba, en apenas una página sin puntos aparte, el problema de narrar una visión simultánea (el universo completo en un instante) con el lenguaje sucesivo. El resultado lleva los límites de la narración, del lenguaje y de la comprensión global del problema en el lector a una forma única: la posibilidad de que ese relato pueda ser concebido. Describe Borges: “Vi a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda donde antes hubo un árbol…”
En El inmortal (El Aleph, 1949), Borges se pregunta qué sucedería si el hombre no muriera, o si ignorase que va a morir –lo cual es lo mismo. “Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visibles, o el fiel presagio de otros que en futuro lo repetirán hasta el vértigo…” En definitiva, rota la dinámica del tiempo y de la muerte inexorable, lo complicado no es ser un héroe, una eminencia, o un indigente. Lo complicado es no ser todo eso al menos una vez.
Dicen los teólogos que en la eternidad no hay tiempo. Algo que nunca empezó y nunca terminará no transcurre en el tiempo, sino que está por afuera de él. Lo infinito, en cambio, sí se define por la sucesión, porque aunque no termina nunca, hubo un instante en que comenzó. Esta idea da orden a todo el universo, porque tranquiliza a nuestro cerebro, que puede abordar las ideas de principio, desarrollo y final, sin problemas.
El desafío es atreverse a correr los límites.